Aquella mañana la vieja Julia cambió su larga caña por otra nueva, pues la anterior estaba con las puntas partidas y no le servía para engañar a los cangrejos de la acequia. Se limpió de broza una entrada al ribazo que bordaba su casa y cogió la más alta de todas para limpiarla hasta dejar una punta partida con la que tocaba la tripa de los bichos de forma suave. y contra la que los tontos cangrejos se defendían agarrándola con sus pinzas, momento en el que la experimentada anciana de negro tiraba con rasmia hacia el camino, arrastrando el grueso animal hacia la ruta de su cocina.
Nunca cogía cangrejos pequeños, pues se conocía bien las reglas no escritas y le gustaba tener escondidos por debajo de sus sayas ejemplares asombrosos que pudiera enseñar a los amigos y eso si, escamotear su pericia a los verdes vigilantes, que sabían de las malas artes de la tía Julia, pero a la que nunca se atrevieron a exigir que se levantara la falda, por respeto a sus más de 90 años.
Era mujer vestida de negro, tocada por pañuelo a juego, pequeña y pizpireta, con dura vida en soledad pues aunque había tenido cinco hijos, todos habían emigrado a la capital para huir del frío y la pobreza, cuando quedarse en los pueblos era de mal augurio y hambre y una peor elección si eras joven con ganas de comerte los caminos de la vida.
Julia se conocía todos los ribazos de las mejores acequias para el caracol de otoño e invierno que es el mejor, y sabía engañar a los cangrejos incluso trasladando crías pequeñas de acequias que se secaban hacia remansos con saltitos de agua, a los que además ayudaba en la cría construyendo en la orilla de barro pequeños huecos, para que el cangrejo estuviera creciendo hasta la llegada de la tía Julia y su caña pelada y con punta.
Cuando aquella mañana la Julia se acercó a buscar sus caracoles de noche que se le pegaban en plásticos escondidos entre la hierba, le resultó curioso que la mayoría de ellos estuvieran pisados y aplastados, mal envueltos entre sus cáscaras troceadas, reventados en un camino sin sentido.
Con la nueva caña levantó los plásticos y observó que alguien los había pisoteado por el camino que llevaba hasta el mejor lugar para el cangrejo gris autóctono.
Primero le había pisado los caracoles que se recogían a la humedad del plástico tramposo y, por la dirección, seguro que luego le habrían robado todos los cangrejos del remanso de la acequia, sin tener medida de tamaños ni consuelo o respeto a las personas mayores de negro.
La Julia torció el morro y se repuso de las pisadas para lanzarse hacia su recodo preferido, en busca del desastre que ya imaginaba. No distaba la trampa de los caracoles del remanso con saltitos de agua más de 30 metros, y aunque la anciana andaba ya renqueante, los nervios le hicieron presentarse ante la acequia en un instante de mala leche.
La sorpresa fue de tal tamaño que no supo reaccionar hasta que hubo sacado todas las telas rotas que flotaban en el agua, con la misma caña con la que pretendía llenar la bolsa de apetitosos crustáceos.
Los restos de una tela vaquera, unos harapos de camisa y lo que parecía una suela recomida de zapatilla le produjo sensación de extrañeza, pero al comprobar que el remanso de agua estaba lleno de cangrejos tremendamente gordos y apacibles, y que de rechonchos que eran no movían las pinzas por mucho que los azuzara con la caña, le aseguró a la tía Julia que había estado criando a monstruos gordísimos capaces de comer de todo.
Ante la dura sospecha, ya nunca más la tía Julia volvió a comer cangrejos en salsa picante. Nunca más. O al menos eso dijo en ese momento.
Julio Puente