Las viejas imprentas, las imprentas tipográficas de principios del siglo XX hicieron por la cultura y el arte lo que no está reconocido aunque siempre de forma callada y artesanal. Entrar en aquellas imprentas muchas veces en sótanos y con poco espacio para moverse los oficiales y los aprendices, mezclados y agitados, todo a la vez…, era complicado.
Con olor a tinta y a papel viejo, con no mucha luz, con batas azules o monos grises, con desorden ordenado y con calor, mucho calor en verano. Y frío, mucho frío en invierno que solo se resolvía con las horas de las máquinas haciendo ruido.
Por que esa era otra, al olor maravilloso de la tinta (casi siempre negra) se unía el ruido de todas las máquinas en un espacio pequeño al que te acostumbrabas con sordera sobrevenida.
Y mientras tanto ibas juntando palabras, colocando clichés y jugándote la mano en cada golpe de Minerva, solo resuelto con la profesionalidad de los cientos de miles de idas y venidas de cada una de las dos manos. Necesitabas ambas.
Ese era el Arte Gráfico, un oficio maravilloso que enganchaba y que te permitía vivir rodeado de papel, libros, textos y dibujos.