Entrar en un Museo en estos tiempos es penetrar en una Fiesta, una fiesta de la Cultura pues te pueden encontrar muchas cosas diferentes que siempre son sorpresas. Un Museo ya no es aburrido, o no debe serlo. Y si resulta aburrido, algo está fallando y necesita una rectificación con urgencia.
Hay que llevar a los jóvenes a los Museos, y eso supone tenerlos que adaptar a las nuevas realidades, pero sin perder las motivaciones de los Museos, ser Templos de la Cultura, mostrarlas pero sobre todo hacer que se reflexione sobre su papel, sobre sus diferentes expresiones, para que quien asiste de espectador, disfrute, aprenda, incluso piense si algo de lo que allí se ve, es posible repetirlo por uno mismo, modificando aspectos, gozando con un trabajo que nos llene.
El Arte contemplativo tiene un punto también de intento de copia, de aprendizaje, de intento por gozar haciendo lo que ya no produce gozo simplemente observándolo.
Los Museos son Templos del siglo XXI si sabemos adaptarlos. O serán simples cementerios de cosas viejas.
Los Museos tienen que estar vivos, ser diferentes en cada visita, incluso en cada día, como es diferente una barra de bar o un teatro o una novela que depende en gran medida del estado de ánimo del lector. Los Museos deben ser Templos que se mueven, que tienen vida propia además de la del espectador, que son capaces de mostrarnos cada día una cosa distinta, o por casualidad o por deseo encubierto de sus gestores.
Los Museos pueden (deben) ser también espacios de interculturas, de mezcla, de diferentes técnicas expositivas, de remanso, de calma y paz, de provocación, de dudas. Y aquí me da igual si se habla de Museos de Arte Pictórico, de etnología o de Ciencias Físicas. El espectador tiene que salir con un punto de sorpresa.