Muchas veces hay obras de Arte que son intangibles, que no se pueden cambiar de sitio, vender o comprar (casi) ni explicar lo que nos atrapa de ellas. ¿Cómo podemos valorar la arquitectura si muchas veces nos apabulla? Pues eso mismo puede suceder con lugares como el que dejo en la imagen. El claustro románico de la basílica de San Pedro el Viejo en la ciudad de Huesca.
Aquella personas que lo habitaron en sus momentos de actividad —desde el siglo XII aunque hay constancia de que en el solar pudo estar un templo romano y sin duda hubo un templo visigodo, luego unos mozárabe hasta que se construyó el que ahora vemos aquí, uno de los claustros más antiguos de España en perfectas condiciones— disfrutaron del silencio, de la tranquilidad, del Arte de la contemplación. Un monasterio benedictino en donde la vida era diferente. No sabemos para quién era mejor y para quien peor, pero sí sabemos que era distinta al resto.
Hoy podemos disfrutar de los capitales de su claustro, pero no podemos convivir con las sensaciones que todo el conjunto provocaban hacen 900 años. Para valorar aquel silencio y encierro habías que compararlo con la vida de calle, de la sociedad del momento. Nosotros si lo intentáramos lo haríamos con la actual. El resultado no puede ser el mismo.
Hoy entramos a contemplar estas maravillas pero lo hacemos con un teléfono móvil cada persona, con una cámara fotográfica para llevarnos a casa las posibles sensaciones que caben en un sensor, y miramos el reloj para ver si es la hora de tomar el vermut, de salir a comer al restaurante de la plaza o para irnos a otra ciudad.
Las sensaciones artísticas del espacio son totalmente diferente. Nosotros somos por eso totalmente distintos, aunque parezcamos que somos iguales por dentro. En realidad casi somos iguales a ellos, pero lo disimulamos, no lo queremos ser.