No me daba igual lo que pensaban los otros
así que puse empeño en sonar creíble,
en musicalizar mis frases,
en leer pausadamente y vocalizando.
Pero no entendieron mi diatriba,
creyendo que les estaba vendiendo una luz
cuando lo que yo quería hacer
era convencerles de la muerte.
Hablé de japoneses adolescentes,
de moscas del vinagre que se repetían,
de ahorcados de pueblo en viga ajena,
de viejos abandonados a la soledad.
Creo que les sonreí con excesiva cautela
esperando venderles mis ideas,
pero ellos confundieron la amabilidad
y me vieron optimista y educado.
Cuando degollé al primero con mi daga, se quedaron todos sorprendidos.