Cuando un niño dibuja o pinta, lo que hace es sacar de su interior su propia memoria. Dibuja lo que recuerda que ha visto, lo que ya le ha quedado dentro, una imagen fija que sin ser real es la que idealiza.
Dibuja lo que ha visto, pero modificado por sus vivencias, por lo que realmente percibe, por lo que él ha querido quedarse dentro.
Un adulto es para un niño un ser enorme, pero no tanto por el tamaño sino por lo que representa para él. No todos los adultos son igual de enormes pues el tamaño real para un niño es la suma de varios factores.
Los dibujos infantiles no están para interpretarse, aunque a veces se haga, sobre todo con el clásico test del árbol. Están sobre todo para disfrutarlos, y para escuchar las explicaciones del joven artista, casi del nonato artista.
En este dibujo de la izquierda lo que vemos tú y yo posiblemente no es lo mismo que deseaba plantearnos el dibujante. Para él aquello era un espantapájaros.
Pero mezclaba el concepto irreal de un espantapájaros con el de una persona con vida, fruto posiblemente de imágenes de cuentos o de vídeos. Ya tenemos pues la capacidad de abstracción, de imaginar y además…, de al revés convertir en real lo que él imagina.
Para el niño no es un espantapájaros normal, es un espantapájaros sonriente. Y además y curiosamente tiene ombligo. Fruto casi seguro de su propio hermano menor, que lo tiene y le produce sensación de curiosidad humana.
Pero sigamos jugando. Vamos a ver a la izquierda el dibujo original del niño y a la derecha una representación teórica de esos mismos grafismos adaptados a los grafismos de Joan Miró. Es un ejercicio burdo y rápido, pero lo que he intentado mostrar es que la distancia entre una obra de la imaginación infantil no está muy alejada de las obras de un pintor abstracto que por cierto sabía dibujar maravillosamente y hay ejemplos de eso.
Tal vez como se dice ahora mucho, se trate de restar, de quitar, de hacer más con menos. O al menos lo mismo pero con menos, para que todo salga más sostenible y sencillo de abrazar.