Dos ojitos que escondían el truco y el trato para entrar. Una manilla para darle la vuelta y acceder. Muchos años encima.
La madera crujía pero seguía sosteniendo el escenario. Parecía teatro, pero funcionaba todo muy bien.
El peor de todos era el dueño que con la gayata sujetando sus piernas intentaba hacer girar la llave y no podía. La misma edad que la puerta.