Hablábamos antes de nuestra capacidad para aprender a mirar, a ver, y nuestra necesidad de ello si queremos ver más y mejor lo que no parece obvio. Estamos sin querer casi programados para que veamos aquello que creemos de antemano que nos puede interesar. Es imposible estar atentos a todo lo que vemos y por eso nuestro cerebro selecciona por nosotros, contando con nosotros y nuestros gustos anteriores.
Efectivamente, es algo que ya han copiado en la inteligencia artificial y en nuestros propios navegadores de internet. Nos enseñan lo que saben que nos interesa. Pero curiosamente nuestro cerebro lleva miles de años actuando así. Se llama “percepción práctica” y nos sirve para seguir alimentándonos de aquello que creemos sin darnos cuenta, de qué es lo que nos interesa.
Esto simplifica la vida y logra que no tengamos que estar atentos a todo lo que sucede a nuestro alrededor. Y a que cada persona vea algo diferente que la que está a su lado, aunque ambas miren lo mismo.
Nuestro ojo se excita con algunas cosas y no con otras, y envía al cerebro una u otra información. Percibimos aquello que nos llega como estímulo visual o de los sentidos, tras ser transformado en información. Y ante una obra de arte, cada persona ve una cosa diferente, y la procesa de forma distinta, hasta que dentro de nosotros nos quede una cosa u otra.
Si con anterioridad a ponernos delante de una obra no nos gusta la violencia, lo verde, lo grande, lo oscuro, lo abstracto, lo metálico…, aquello que estemos viendo lo filtraremos hacia nuestros gustos o disgustos. Dará igual lo que haya intentado hacer/crear el artista, no acudimos vacíos ante la obra, nuestra percepción será afectada con la mochila con la que llegamos a su contemplación. Por ello, aprender a mirar, sirve para seleccionar qué queremos ver.