Que siempre produce monstruos, Goya dixit.
Año 89 y cae el muro. Nace un nuevo deporte de aventura: ir a comprar insignias, instrumentos y cachivaches a los países recién liberados por Mercedes-Krupp. Antes de que el litro de cerveza suba en U Fleku de Praga.
Imberbes alemanes pasean enhiestos y gallardos en la gris y rosa pastel Praga, que se despereza como decorado. Strawberry fields ¿forever? En la que los restaurantes se preparan para el postmodernismo en forma de ser de nuevo art-déco restaurado, maquillaje de yeso, y ser como siempre literatura… “Yo que he servido al rey de Inglaterra” del sutil Bohumil Hrabal…
Cargado de libros, preparo los ojos para el Teatro Negro y compro en Nerudova una litografía que he perdido, una visión naïf de la Praga donde todavía quedábamos judíos. La mirada huidiza de los bellos eslavos checos pasa de refilón y sortea el sonido de los gritos y pisadas de los alemanes adolescentes.
La evidencia sentida pero con mirada ingenua: no puede ser que con toda la información estemos repitiendo el pasado. No puede ser que se le haya educado tan mal a los aussies y a los wessies, que repitan esta ocupación ociosa que también estoy padeciendo como pueblo menos orgulloso, como repetirían ocupación económica en Zagreb.
Yo quería negar la memoria histórica, no quería que en mí se cronificara como histérica.
Luego llegó la pesadilla Vukovar y Sarajevo, todos judíos y palestinos en zancocho para la aplicación de la religión verdadera. Llegó la confirmación de que toda generación tiene su guerra o ensayo de guerra en Europa, por televisión tomando posiciones y violando chetniks o bosnios con pantalones vaqueros de cintura alta, los Lee de entonces, conduciendo los Nissan Terrano primera generación. A mí me pareció insolente y escandaloso por postverdadero.
Amarga parábola real que dejó varias secuelas: el imperio único del capitalismo globalizador, sí, pero -como más íntima- la constatación de la certeza de que los intereses reinan, de que los poderes económicos deciden destinos en escenarios con fuego real y dictan los Pactos de la Moncloa y no sé sabe muy bien, qué pueden llegar a enmendar los padres de la Patria o la Constitución… Que el perdón ¿recíproco-Paracuellos? sobre el que estaba edificada la transición no era ninguna Ilustración sino un paquete de palillos para caracoles.
La música álgida, tenebrosa y fascinante, por gitano-zíngara-serbia, de Goran Bregovic, esa música de sangre, todavía hoy me hace palpitar por dentro nihilismo y desprecio por la muerte, me cobra alegrías y tristezas en ciclo precisamente no bíblico.
Nadie se ha podido imaginar de momento, o nadie sabe cómo hemos podido evitarlo, ese escenario de francotiradores en las Ramblas de Barcelona o magullando para siempre la catedral de Palma.
La paz implica demasiada renuncia de los humillados que siempre merece la pena. Por favor, dejemos de invocar principios de igualdad material de los que no se tienen conocimiento ni por los que no se tiene pasión en los países de sangre.
No mentemos la bicha, aquí hay que enfriar, aquí hay que ser templado con ribetes y retrogusto sanguinario en determinados días y en ceremonias populares y familiares casi tribales… En bodas y funerales… El cine de Kusturica se comprende demasiado bien en tantos lares…
30/09 Luis Iribarren