Una estación tranquila, poca gente, un horario temprano, una mañana de invierno anodino.
Pero aquel hombre no hacía más que mirarme de reojo. Que por si no lo sabes, es una forma de mirar sin que se note, por el rabillo del ojo contrario. Giraba la cabeza y la volvía a su posición en cuanto se encontraba con las miradas de respuesta.
—¿Le resulto curioso? —me dije en silencio, pero yo enseguida ví que el asunto iba por otra situación, simplemente quería que yo le dejara de mirar.
Nos separaban las vías, no era posible acercarse para provocar alguna acción suya que me confirmara algo. Así que jugué con él. En la distancia, claro. Me fuí hacia mi salida de estación, lentamente, y al llegar a un pasillo, me giré bruscamente en un momento en el que creía que no me miraba…, y desaparecí.
O casi.
Me había puesto de hurtadillas en el canto del pasillo, para mirarle sin que él me pudiera ver. Y en breves instantes el hombre del chaquetón grueso actuó.
En unos segundos, casi en un plis plas se encogió de hombros primero, y de cuerpo completo después…, y tras levantarse se metió por la puertecita gris de su costado, adaptado al medio.
Nadie se dió cuenta más que yo. Esa puerta era de verdad. El… pues no lo supe nunca.