Vamos a imaginar un paisaje urbano cualquiera. No miremos la imagen del capital de Jaca que ilustra la entrada en la zona baja. Una plaza con bullicio, con muchas personas moviéndose y donde “suceden cosas”.
Si a los pocos minutos tuviéramos que contar qué hemos visto, cada persona relataría de una forma diferente lo que estaba sucediendo ante sus ojos. Cada persona ha visto algo diferente, o ha visto lo mismo si hay pocos item para ver, pero los ha mirado de otra forma y los ha retenido desde otro punto de vista.
Encuadramos, seleccionamos, vemos colores o formas, movimientos, escenas. Miramos al suelo o al cielo, encuadramos en horizontal o en vertical. Todo esto lo entendemos muy bien si lo comparamos con el concepto de “fotografía”. Pero nos sirve igual para entender el arte en general.
El artista encuadra y selecciona para nosotros. Nos muestra “su” punto de vista, que puede ser tan abstracto como él quiera. Incluso en estos tiempos contemporáneos nos muestra manchas, formas, colores, leves relieves, sombras, para que nosotros completemos la totalidad de lo que nos muestra.
Una obra es una instantánea, un segundo, una mirada. Es un punto de vista del autor. Y nos gustará más o menos al contemplarla, según nuestra predisposición a que aquel tipo de obra nos guste o nos desagrade. Pero nos obligará a mirarla, pues para eso está ella allí y nosotros enfrente suyo.
Podemos descifrar la obra o podemos dejarnos que nos sorprenda o nos motive o nos mueva las tripas. Desde el buen gusto o desde el dolor, desde la absurdo o desde la locura. Lo peor de todo sería la indiferencia.
Y el arte es simplemente eso, no lo busquemos nada más. Ni nada menos. Es provocar sensaciones, es mover ideas, entrañas, asuntos, tripas incluso.