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El arte contemporáneo empieza en Mayo del 68: también lo conceptual nace de otra crisis.
No hay más tendencia que el neoliberalismo. Esa es nuestra condición, es nuestro ecosistema, y propicia, entre otras cosas, que las artes queden absorbidas por las industrias culturales y de la comunicación. Con crisis y sin ella, los museos quedan envueltos en parámetros economicistas: visitas, taquillas.
Los museos pequeños desaparecen o lo tienen muy complicado, porque se ven en un ecosistema muy agresivo. Y los museos grandes, lejos de alcanzar la libertad absoluta, se topan con unas leyes administrativas más restrictivas y una falsa transparencia. La cultura nunca había sido tan popular como lo es hoy, que está convertida en mercancía. Pero, al tiempo, este es uno de nuestros momentos más débiles, más frágiles.
Los mejores edificios para los museos no son las galerías de autor, como los Meyer o los Gehry, sino las fábricas o los hospitales. Esa distorsión nos enseña que nuestra época no funciona.
Antes de llegar, ya sabía que las grandes ligas del mundo del arte están llenas de zombis: todo es comunicación y espectáculo. Como si tuviéramos una fábrica de automóviles y nos olvidáramos de hacer coches. Antes de montar una exposición, ya sabemos qué taquilla vamos a hacer, en torno a una serie de parámetros. Están amañadas, digamos.
Y hoy, hay unos pocos (Museos) que lo tienen todo y muchos que no tienen prácticamente nada. Estos últimos están en el sur de Europa. Un museo norteamericano puede comprar obras a Latinoamérica y, luego, se niega a prestarlas a su país de origen: porque quiere cobrar una fianza, porque pide que se muestren en unas condiciones inalcanzables. Un canibalismo donde ganan quienes lo tienen todo.
El Museo Reina Sofía ejerce, además, como una bisagra entre dos partes de un eje: el que va desde la Biblioteca Nacional hasta el Matadero. La cabeza es más noble [los paseos de Recoletos y el Prado], pero faltan los pies, las vísceras [el paseo de las Delicias]. Madrid no es una ciudad bonita, como Barcelona o París, pero aquí la gente hace la calle suya. Y todo esto debe acabar ocupado por la gente.
Obviamente, la cultura no es una prioridad para la clase política. Si partimos de la cultura, somos capaces de imaginar muchas economías, pero si partimos de la economía, solo somos capaces de imaginar una cultura. Entonces, es difícil. El propio museo se contradice y acaba haciendo lo contrario de aquello que se había propuesto.
El problema no es tanto que haya una cafetería en un museo, sino que el museo se transforme en una cafetería. Mire: algo que aún nos queda por desarrollar es nuestra presencia en las redes sociales, y hay que trabajarla. Pero eso es una cosa, y otra creer que venir al museo consiste en hacerse selfies con los cuadros.