Hasta los años casi 80 existía en España la curiosa y tal vez triste costumbre sobre todo en el mundo rural, de encargar a un profesional el fotografiar al familiar fallecido en su cama, rodeado de sus familiares más cercanos, y después esa imagen colorearla a mano con anilinas y enmarcarla montada en un bastidor de madera. Puede parecer extraño, irreal, pero es una muestra de esa España todavía ancestral y antigua que sobrevivía en ciertas zonas hasta la entrada de la democracia. La fotografía era y es un ejercicio documental.
Personalmente conocía a un profesional fotógrafo que se dedicaba a colorear estas imágenes. Duras a veces, donde nadie parecía sufrir, y todo representaba una escena artificial y fría, sin alma. Le mandaban los negativos, positivaba y retocaba la fotografía para quitarle manchas o motas o marcas que distrajeran el conjunto, para después pasar a colorear toda la fotografía con anilinas de tinta china y pinceles.
¿Cúal era el motivo de que este tipo de fotografía se realizara? Tal vez era el último momento de ver con “vida muerta” al familiar y se quería retener su figura, su imagen con vida. La fotografía para muchas personas era un método para atrapar el tiempo. Tal vez era una costumbre que sirviera para mandar a sus familiares alejados, inmigrantes, como recuerdo de lo que sucedió, una forma de garantía de muerte.
Muchas veces se montaba alrededor de la cama unos grandes velones encendidos y los familiares se vestían con trajes de luto pero de calidad, para aparecer en la fotografía. El muerto siempre estaba maquillado y aparecía como dormido. Aunque la fotografía se coloreaba con anilinas el efecto seguía quedando gris, apagado, triste, artificial. Con la llegada de la fotografía a color curiosamente este ejercicio casi teatral desapareció, posiblemente al resultar de mucho peor gusto, pues era todo el resultado mucho más real.