Los pusieron en lo alto para vigilarnos, para que estuvieran pendientes de nuestras compras y ventas. Eran ciudadanos de Zaragoza, más o menos conocidos en aquellos tiempos.
Pero con los años han perdido frescura y se les ha quedado una cara de piedra, seca y enjuta, como desabrida tras los muchos fríos y calores de los siglos inmóviles.
Nunca se les presenta queja alguna. Ellos simplemente miran.