Desde aquella torre se habían asomados feroces guerreros defensores de atalayas perpetuas. Habían rendido homenaje a decenas de endurecidos soldados de batallas ganadas. Ahora era un bello torreón de ladrillos que a veces dejaba entrar a forasteros desviados de sus rutas en busca de nada nuevo. Sonaba una flauta en lo alto como de un bello enamorado que buscaba un amor perdido. Dicen que llevaba siglos sonando en cuanto alguien se atrevía a izarse a sus escaleras rotas. Nadie lo vio nunca.